martes, 14 de junio de 2011

Amar es Arte

Fueron instantes de placer, recuerdo eterno de existencia. Esculpí las más perfectas formas con mis manos, como si alcanzara el cielo en cada suave caricia que mi piel fundía con su piel. Pinté en su rostro la más bella sonrisa que pudo jamás recorrer su cuerpo hasta llegar a un corazón que latía con el deseo del que quiere ser querido. Construí con nuestros labios el inicio de un amor aún por consumar en la escena más preciosa que dos almas pudieran soñar. Poco a poco la música empezó a sonar, en cada latido, en cada suspiro que nos regalábamos, mientras nuestras miradas se fundían viendo el amor culminar. Amarse con arte, eso debimos pensar, cuando casi sin saberlo encontramos nuestros cuerpos unidos en un solo sentir, el del enamoramiento puro, el de verdad. Aquel que no entiende de mentiras y solo conoce la felicidad.

lunes, 2 de mayo de 2011

Una catarsis salvadora

"El suicidio es el camino más fácil”. Este pensamiento se me repetía en la mente cada vez que tenía un problema. Otras veces recordaba esa premisa que rezaba en la entrada de casa de mis abuelos: “Haz lo que realmente te deje más tranquilo”. Mi vida jamás fue un mar de calma, al contrario. Siempre viví con ese gusanillo por dentro que me atemorizaba. Dudaba de toda acción que emprendía, pensando que siempre actuaba erróneamente. Paradojas de la vida, nunca fui fiel a esa frase que leía, día tras día, en casa de mis abuelos.

Mis pensamientos suicidas se iniciaron a los quince años, coincidiendo con la famosa edad del pavo. Es una época en la que todos los jóvenes quieren experimentar cosas nuevas, mostrar su madurez y sentirse diferentes. Pero a mí todo aquello me atemorizaba. Aún recuerdo, por desgracia, aquel día en que el niño chulito de clase me cosió a collejas hasta que me cayeron las lágrimas. Lo que hoy se conoce como bullying yo ya lo experimenté hace décadas por el simple hecho de ser responsable ante los profesores. No quería ser distinto, quizás no necesitaba todavía sacar esa rebeldía que todos llevamos dentro. Me encontraba bien en esa época de ingenuidad e ignorancia en la que la calle es una jungla aún por explorar.

Sigo con ese episodio. Porque lo más dramático sucedió cuando llegué a casa. Entré a mi habitación rápidamente, casi sin saludar, y me eché a llorar durante una hora. Es posible que mi madre, mientras veía la televisión, se sintiera orgullosa pensando que su hijo estaba haciendo los deberes. Pero no. Su hijo estaba con la aguja de un compás amenazando una de sus venas de la muñeca con mano temblorosa, y una mente abordada por un mismo pensamiento: “Haz lo que realmente te deje más tranquilo”. Al final, ese compás se despegó de mi piel y la vida continuó. Pese a ello, nunca superé este tipo de situaciones. Ni nunca tuve a nadie al lado para superarlas, porque siempre escondí mis sentimientos y jamás supe juntar cinco letras clave en esta vida: a-y-u-d-a.

Llegó la época de salir de fiesta, de ligar con chicas, de decidir un futuro universitario. Pero cada una de estas ilusiones era un nuevo problema. Todo me llevaba a lo mismo, a plantearme la no existencia. Nunca lograba destruir ese gusanillo del terror. Tampoco sabía cómo hacerlo, y durante muchos años creí que la única manera de conseguirlo era destruyéndome a mí.

Con los años todo lo importante coge más fuerza, y todo lo insignificante menos; al revés que durante la infancia, donde lo intrascendente se puede convertir en una auténtica cruz. Consecuentemente, mi idea de desaparecer también se hacía más consistente, y los métodos para hacerlo eran cada vez más profesionales. Pastillas, cuchillos, cuerdas…los tuve en mis manos numerosas veces, pero jamás llegué a actuar.

Estas situaciones tan dramáticas no se repetían cada día. Tampoco logro recordar cada cuánto se reproducía la escena. Quizás una vez por semana, quizás cada mes. Supongo que según la época. Pero en aquel mundo oscuro y tenebroso, a menudo también pude disfrutar de algunos momentos llenos de luz. Por ejemplo, durante mi partido de fútbol de cada sábado con los pocos compañeros de toda la vida. Era una hora a la semana, pero en ella todos los pensamientos suicidas se borraban de mi mente. Era una especie de catarsis, aunque temporal. Luego, horas después del partido volvían esos nervios, esa culpabilidad sin origen ni causa que me perseguía. En ocasiones pensé, ingenuamente, que mi felicidad pasaba por ser un gran futbolista. Como digo, pura ingenuidad.

Durante mi época universitaria se repitió algo parecido a lo que me sucedía en el colegio, pero con un punto de madurez. Contaba con diversos amigos, y con ningún enemigo, pero había momentos en los que las aulas se me engullían. A menudo me preguntaba qué representaba yo allí, tomando apuntes entre personas a las que, seguramente, perdería el rastro en pocos años. Esa inseguridad social, también vital, me enfurecía por dentro y me entristecía. Nunca he aceptado la hipocresía, pero tampoco ella a mí.

Acabó la universidad. Muchos de mis compañeros lloraron el día de la graduación. Otros, rebeldes, eran felices porque su pesadilla había terminado. Yo, por mi parte, me sentía indiferente. Qué desagradable era ese sentimiento de no poder reír ni llorar. Vacío, un horrendo vacío me atrapaba. Entre tanta vacuidad llegó el momento de buscar el trabajo de mi vida. La familia, en las dichosas comidas navideñas, siempre me realizaba la maldita pregunta: “Estarás ilusionado con la idea de adentrarte en el mundo laboral, ¿verdad?”. Qué ganas me entraban de pegarme un tiro como respuesta a la cuestión.

Con una falsa ilusión fui presentándome a distintas empresas. Tenía la suerte de ser un buen actor. El mejor. Nadie cercano a mí hubiera diagnosticado lo que sucedía en mi mundo interior. Con esta careta obtuve el primer trabajo. Siendo sincero, el día que firmé mi primer contrato sentí una cierta paz interior, como aquella que percibía durante los partidos de fútbol de la infancia. La realidad, como siempre, fue otra. Por dentro las nubes seguían nublando mi corazón y mi cabeza. Empezaba a sentir que vivía por vivir, arrastrado por una corriente que, si quería, podía frenar en seco.

Parecerá, por lo que cuento, que jamás disfruté ni reí en la vida. No fue así. También viví grandes instantes, eternas noches, exóticos viajes, pero siempre con un gusano que antes o después hacía acto de presencia en mí y me despertaba del sueño. Tenía un cerebro lleno de fantasmas que no podía borrar.

Hay días en la vida que uno tampoco puede borrar jamás. Uno de ellos, pese a que nadie lo recuerda, es el del nacimiento. Yo, personalmente, tengo otro. Un día horrible está marcado, especialmente, en mi calendario. Era otoño y llovía. La jornada fue, paradojas de la vida, muy gratificante. Conseguí en el trabajo finalizar con éxito un proyecto que parecía imposible de terminar. Luego, al salir del mismo, empecé a construir otro proyecto, el de la supuesta mujer de mi vida. Quedé con la chica de mis sueños en un bar, estuvimos hablando horas sin mirar el reloj, hasta que un trueno nos despertó. La acompañé a casa, y bajo un paraguas roto y el rostro mojado por una lluvia que no cesaba me dio un beso. Hasta ese instante parecía que mi vida cogía un nuevo rumbo, pero nada más lejos de la realidad. Llegué a casa, me duché y me estiré en el sofá a recordar mi fantástico día. Pero por sorpresa, un vacío me inundó y lloré. Lloré hasta que la luz del día secó mis lágrimas. Y en cada una de esas lágrimas fui recreando mi final. La eterna tranquilidad que, sin quererlo, siempre me pidieron mis abuelos.

Esa mañana me dirigí a un parque alejado de la ciudad. En mis manos llevaba una soga. Nada más. Una vez allí, escogí un árbol, el más bello de todos y empecé a atar la cuerda. Realmente no sentía ningún miedo. Estaba decidido, hasta que me giré y vi una luz salvadora. Una luz representada en el rostro de un bebé que me miraba sonriendo y me intentaba alcanzar con su manita minúscula.

- Entonces, ¿tuviste miedo de no poder volver a ver un rostro de felicidad como aquel?

- Exacto. De repente sentí la necesidad de convertir ese momento en eterno. Esa sonrisa me dijo tanto en tan poco tiempo…

- ¿Qué te dijo? –preguntó de nuevo el chico sentado en el ventanal del piso número veinte de la torre.

- Me dijo que mi vida era un constante sufrimiento interno por no valorar el más pequeño de los detalles. En un lado tenía una cuerda que me llevaría al silencio infinito, en el otro lado un niño con mirada feliz me animaba a quedarme en un mundo aún por descubrir.

- Así que escogiste lo que te iba a dejar más tranquilo… –dedujo el joven

- Así fue. Decidí amarrarme a esa sonrisa y contagiarme de ella de por vida. Quería comenzar a valorar todo aquello que jamás entendí. Empecé a observar cada detalle que nos regala este mundo.

- Creo que mi hija sale ahora del colegio. Debo ir a recogerla –apreció el suicida mientras bajaba de la repisa de la ventana.

- ¡Ve, claro que sí! Seguro que te espera con una gran sonrisa.

- Sí, la misma que a ti te trajo la tranquilidad.

- La misma que te la traerá a ti.

- Oye, sólo una última cuestión. ¿Por qué me has contado tu vida como si ya estuvieras muerto? –preguntó extrañado el chico una vez fuera de peligro.

- Porque esa vida ya no existe. Se la llevó la sonrisa de un niño, y entonces empecé a vivir de verdad.

- ¡Claro! Esa tranquilidad, esa paz interior que buscamos pasa por el valor que cada uno le otorga a esos instantes –concluyó el joven.

- Bienvenido a la vida.

- Gracias por salvarme.

miércoles, 7 de julio de 2010

El Sol, mi hijo y mi esposa...

Me alcé en firme vuelo hacia el Sol, hacia su luz, dejando atrás aquello que más quería. Pensaba que debía seguir los designios de aquel astro que me iluminaba y al que los clásicos representaban como el Bien. Viajé un largo tiempo pensando que esa luz solar era el único camino posible hacia la Verdad. Mirar constantemente al Sol me deslumbraba y, en ocasiones, su luz se me introducía por los ojos hasta perturbarme el cerebro. Sentía que me debilitaba, y que no me aportaba todo aquello que yo esperaba en un viaje que ya no parecía tener destino alguno. Pero como suele suceder, una noche lo cambió todo. O mejor dicho, un despertar.

Todavía con la luna y las estrellas visibles sobre mi tez, empecé a contemplar el cielo. Observé atentamente todo el amanecer, y el significado que yo tenía sobre mi vida empezó a cambiar. Pude percibir como la luna solo necesita la luz del Sol en ciertos instantes. También entendí que el Sol nos ilumina cuando lo necesitamos, y no durante todo el día. Pensé, entonces, que debía regresar al sitio del que jamás tendría que haber marchado.

Regresé y allí estaban mi hijo y mi esposa esperándome. Él me daba cariño, afecto, me provocaba la lágrima. Ella me ayudaba a tomar las mejores decisiones de mi vida, me aconsejaba y me recomendaba el mejor camino cuando estaba perdido, aunque alguna vez la ignorara, por error, como cuando decidí seguir la luz del Sol.

Fue en ese momento cuando me di cuenta que llevaba años confundido. Siempre había creído que en la vida sólo hay que escuchar a la razón, intentando aplacar la pasión. Pero ahora todo era distinto. Aprendí que había un tercer elemento, que es la intuición, a la que hay que confiarle muchas de las grandes decisiones que tomamos desde la ignorancia, porque ella es capaz de contemplar los hechos de manera transparente. ¿Y la pasión? ¿Debía destruirla? No, nunca. La pasión hay que disfrutarla cada instante que uno pueda, intentando que no se apodere tanto de nosotros que no nos deje ver la luz, pero también evitando que un exceso de luz nos haga obviar la pasión. ¿Ya no me acordaba de la razón? Sí, y además creía que seguía siendo lo más importante, pero entendiendo su función. Porque el exceso de luz no nos deja ver ni disfrutar, ya que la obsesión en razonar es como un viaje a ciegas hacia el Sol. Pero como el mismo Sol, la razón sólo debe aparecer en momentos importantes, en esos instantes en que debemos reflexionar, pensar y deliberar aquello que nos beneficia y aquello nos perjudica.

Por tanto, qué es más importante, ¿el Sol, el hijo o la esposa? Los tres por un igual. Porque los tres unidos e igual de queridos forman el fluir de la vida de cada uno. Y es que tenemos que aprender que nunca debemos abusar, ni por exceso ni por defecto, de cada uno de ellos. Razón, pasión e intuición. Ellos tres nos guían en distintos momentos de nuestra vida y van construyendo nuestra leyenda. Una leyenda que nos llevará hacia el Bien si logramos que ninguno de estos tres elementos predomine; simplemente debemos saber disfrutarlos en el instante necesario.

…Y así fue como mi mujer me dijo con la mirada que observara el Sol, mientras el astro iluminaba a mi hijo, que me contemplaba con la sonrisa más bonita que jamás había visto….

lunes, 28 de junio de 2010

Aquel que supo sonreír a la vida

Sonreía. Rodeado de sus entristecidos seres queridos y cuatro paredes blancas virginales, empezaba a dibujar la escena del día de su muerte. Se imaginaba esa misma situación, pero sin su sonrisa, alrededor de sus familiares y amigos aún más afligidos y apoderados por un color negro luto en el ambiente.

Le quedaban semanas, días o quizás horas de vida. El divino había decidido que su momento estaba apunto de llegar, pero insistía en que mientras no llegase, él seguía con vida, y por tanto, debía disfrutar, como siempre había hecho. Paradójicamente, era el más alegre en esa habitación que olía a más allá. Encontraba a faltar alguna flor, algún bombón, un algo que le iluminase; aunque entendía que sus seres evitaran rodearle de elementos vitales.

Todos creían que estaba loco. No entendían su sonrisa, parecía que no era consciente de su muerte. Estaban confundidos. Era el más consciente y el que mejor sabía cuanto valía cada instante de vida, para no pensar, todavía, en aquel momento en que sus ojos fallecerían. Y ese sentimiento colectivo de locura se agrandó cuando un día pidió un deseo, su último deseo. A todos les sorprendió cuando le comentó a su hija pequeña la necesidad que tenía de oír un monólogo diario, requiriéndole un artista en su habitación.

Tenía ganas de reírse, de reírse con la vida, pero todavía aún más de la muerte. Quería que toda la familia disfrutara de esos últimos instantes, de manera que él abandonara el mundo de los imperfectos, el de los humanos, de una manera dulce y plácida.

Su deseo fue una orden, y durante dos semanas un monologuista acudía diariamente a su habitación. Poco a poco se fueron sumando más familiares, hasta el punto de que casi no cabían. Conseguían, por minutos, olvidar la condena a la que su padre, abuelo o tío estaba sentenciado. Ahora seguían llorando, sí, pero de risa.

Una mañana se despertó muy fatigado, y le pidió a su hija que ese día no viniera el monologuista, porque él haría el discurso. Le pidió que viniera toda su familia a la habitación, sin faltar ninguno. A media tarde, puntuales, se presentaron todos y él inició su parlamento. Pasaron dos horas, y seguían riendo. Empezó a recordar a anécdotas familiares, a contar secretos que nunca pensó que explicaría y situaciones ridículas. Nunca se lo habían pasado tan bien todos juntos.

Pero ese instante jamás se pudo repetir. Esa misma noche, su cuerpo fallecía después de días y días de sonrisas. Y así murió, con la sonrisa de la alegría, de la familia y del amor dibujada en su rostro. Un rostro que había tenido la oportunidad de ver, hasta el último suspiro, la alegría de sus seres más queridos, aquellos que finalmente entendieron que a la vida nunca hay que negarle una sonrisa.

jueves, 3 de junio de 2010

Diálogos en altamar

- He pasado largas noches en altamar…observando las estrellas y junto a ellas el reflejo lunar. La marea me enamoró, y cuanto más agresiva, más la adoro. No es ella la que nos golpea, sino somos nosotros que la intentamos pisar. Pero para mí no hay nada como el sol de mediodía junto a una brisa primaveral en medio del océano. Te sientes atrapado, pero por tu libertad. Si contemplas, centenares de especies animales se te cruzan en cada momento; el graznido de una gaviota, el salto de un delfín…hay que saberlo disfrutar. He tenido la posibilidad de observar días enteros, ver el gran astro de este a oeste, sin una palabra poder gesticular. El cielo te hipnotiza, y paradójicamente te encuentras en plena mar. La verdad es que no me puedo quejar de mi vida como navegante, ya que he conocido mil culturas y he podido dibujar miles de tierras que se ofrecen al mar. El agua es una bendición, y siempre la supe aprovechar. Creo que la primera vez que me maree, será cuando deje de faenar...

- Cuánto te envidio, cuánto sabes, cómo has sabido conocer y conocerte…

- ¿Envidiarme tú a mí? ¡Si lo tienes todo! Estudios, cultura, un trabajo reputado…y mira yo, no sé ni escribir.

- Sí, pero sabes contemplar. Tienes libertad.

miércoles, 26 de mayo de 2010

Aquel miedo llamado libertad

Se prometió que jamás volvería a escribir sobre ello. Perjuró a todos los astros que su vieja pluma nunca mancharía papel alguno haciendo referencia a eso que tanto le dolió. Se equivocó. Pese a que lo negara, aunque aparentase vivir en una libertad absoluta, estaba condenado a ello. Por su sangre recorrían litros de tinta esperando escribir el epílogo de aquello que no terminó. Su corazón bombeaba un día sí y otro también aquella palabra que todavía seguía encarcelada en su cabeza.

Vivió para olvidar, pero se olvidó de vivir. Primero, por querer engañarse, después por miedo a liberarse. Conocía el camino para provocarse la catarsis liberadora que tanto necesitaba, pero le daba pánico dar el primer paso, ese que termina siendo más largo que el propio camino.

Su mano temblorosa amagaba intentos vitales. Su corazón latía a la misma velocidad que sus parpados se cerraban por miedo a la realidad. Entonces, en el preciso instante en que su mano se detuvo, su corazón bombeó pausadamente, y su párpado se mantuvo abierto, en ese preciso instante, volvió a escribir con su vieja pluma aquella palabra en el papel. Y se liberó.

martes, 27 de abril de 2010

El único camino

Como andando por una noche blanca de verano. Con la luna en su sitio, traspasada por una nube inoportuna, aunque necesaria, que le da al astro nocturno un sinsentido más profundo. Cada paso por la tierra, cada piedra que se mueva, cobra vida en este paseo mundano. Una farola tradicional en el centro de la plaza mayor, donde hasta hacía pocos minutos, unos jóvenes jugaban a esconderse entre los arbustos de la fuente. Y una mariposa, una mariposa que da vueltas alrededor de una luz tenue, pero viva, como si buscara la verdad sin, al parecer, conseguirlo. La noche avanza, la luna sigue en su sitio, y el mundo rueda. De repente, una brisa me agita el rostro, proporcionándome una sensación de frescor incontrolable. Mientras, observo mi cigarro medio apagado por ese viento veraniego que ha consumido su ceniza. Decido, entonces, seguir el sentido vital de la naturaleza y dar la última calada a un pitillo que jamás podré volver a fumar. Vendrán otros, pero ninguno como ese. Lo tiro al suelo, lo miro, y lo piso sutilmente. Luego, alzando la tez, miro al cielo estrellado, vislumbro la vía láctea, sonrío y me voy a dormir. Antes, pero, pienso que así deben sentirse las almas en cada instante. Almas en busca de paz interior, la única y verdadera felicidad.

martes, 13 de abril de 2010

...y despertó

No iba hacia ninguna parte. Anhelaba volver a ese instante. Su mayor deseo era dar un paso atrás, revivir aquello que erró y salir airoso. Ahora, desde la distancia, todo parecía fácil, muy fácil. Y seguía intentando retroceder. Pero sus pies no respondían. Entonces intentó avanzar. Pero no había respuesta. Seguía allí, quieto, sin moverse. Miraba al cielo, llovía. Estaba como encerrado entre dos cristales. Unos cristales que sólo le dejaban ver aquello que imaginaba, lejos de la realidad.

Su mente viajaba hacia atrás y hacia delante reviviendo momentos incorregibles, instantes irrecuperables y predicciones improbables. Olvidaba una cosa. El presente. No quería ver la realidad. No afrontaba la situación.

Revivía presentes pasados, con el objetivo principal de volver a ese instante y corregir ese fallo que le condenó. Una condena que no aceptaba, por eso seguía estéril, sin avanzar ni retroceder. Simplemente, vagaba por un mar de olas que se fueron y otras que jamás volverán.

Entonces, admitió su error. Aceptó su condena. Y dejó de sobrevolar por un futuro incierto. Despertó, y empezó a avanzar.

lunes, 22 de marzo de 2010

Un ángel al despertar

Se despertaba, casi nunca, con un ángel alado a su costado, aunque, casi siempre, lo hacía con un demonio endiablado. Este segundo, rodeado de fuego ardiente, le acompañaba todo el día, sin despegarse de su sombra. Le transmitía, a cada segundo, un ardor interno que no le abandonaba, aunque cuando, en algún momento, creía que de él se desquitaba, volvía esa sensación que se le comía por dentro. El humo del fuego no le dejaba respirar, y sus ojos se irritaban sin casi parpadear. Sólo esperaba que llegase la noche, quería volver a soñar, abandonar a ese diablo, y otro despertar. Pero allí seguía su pesadilla, sin marchar, sin cesar, sin permitirle una ilusión que disfrutar.

Alguna vez, en algún momento de su vida, despertó con un ángel vivaz. Blanco, puro, silencioso y tranquilizador. Éste, no le seguía, simplemente le daba un buen despertar y le dejaba volar. Esas celestiales sensaciones eran distintas que las de la gran mayoría de ocasiones, en las que el demonio le intranquilizaba. Cuando despertaba con la sonrisa del ángel, la paz interior le inundaba, y cada segundo sabía disfrutar. No le preocupaba nada, solo valoraba cada acto, cada gesto, en definitiva, cada instante de vida.

Pero ahora ese ángel no estaba, y el demonio, día y noche, le acosaba. La situación le empezaba a desbordar, sin saber que hacer, sin saber como obrar. Sentía pánico, angustia, y un miedo a la vida, una vida que pensó en abandonar. Pero un día entendió qué le faltaba, era aquello que sólo con el ángel encontraba. Algo que le hacía gozar, mientras la alegría le inundaba, y con penas no trataba. Empezó a querer aquello que le rodeaba, a sonreír cada experiencia que, buena o mala, la vida le regalara.

Llegó entonces un tiempo en el que demonio no aparecía. Cada mañana su ángel le protegía, y con una sonrisa le saludaba. Tenía ganas de vivir, de ser, de estar y de hacer. Pasaban días y el demonio nunca le volvió a perseguir. No entendía qué pasaba, pero esa sensación le gustaba. El corazón le latía, y no le ardía, su cabeza era un despejado y no nublado cielo, y su alma volaba, cuando antes empequeñecía.

Un día, al despertar, entendió porqué nunca más volvió a ver a su demonio. Pensaba que el ángel lo había derrotado, pero no fue él, sino ella. Había sido ella desde el mismo momento en el que decidió afrontar todo lo que le rodeaba, dícese la vida, con el mismo nombre que tenía ese ángel que hasta siempre le despertara. El ángel, ilusión se llamaba.

jueves, 4 de marzo de 2010

El valor de lo anterior

Vivimos en un inconformismo constante. Desde que nacemos, el acto más bello de todos, lloramos. Lágrimas de un dolor apasionado en ese instante, y de un alivio incomprendido con el paso del tiempo.

Nunca valoramos suficientemente lo que tenemos. No es un tópico, es un defecto humano. Vivimos el presente, que como bien dice la esencia de la palabra, es eso, un regalo; sin quererlo, sin valorarlo, solo los vivimos. Quizá el clásico Carpe Diem no esté a la altura. Quizá el contemporáneo Vive la vida deba convertirse en Entiende la vida.

Y llego a estas premisas después de ver que solo el tiempo y los malos momentos me hacen valorar y disfrutar más aquello que hice, aquello que, en el fondo, disfruté, aunque quizás no tanto como creía. Por falta de valor. Porque el presente lo intentamos disfrutar, pero sin darle ese valor que merece, ese valor que le damos posteriormente.

Por no entender, ergo, por no valorar, nace la célebre cita de “uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde”…y creo que la estoy empezando a entender.

jueves, 25 de febrero de 2010

El lenguaje de la verdad

Las palabras son una bonita melodía al viento, el tacto una suave pero fría lana, y la mirada una profunda flecha de verdad. No hay ningún otro acto ni tipo de declaración que pueda superar el poder y la atracción de la mirada. En ella, los ojos lanzan un dardo envenenado hacia el otro, que ni las palabras pueden igualar. Ya lo decía Shakespeare: “las palabras están llenas de falsedad o de arte; la mirada es el lenguaje del corazón”. El lenguaje limpio, sin trampas, el que nunca está manipulado…La mirada es capaz de descifrar cualquier código de amor o de verdad.

Nuestra mirada es incontrolable, va desde el corazón a los ojos a la misma velocidad en la que uno ya se ha dado cuenta que ha dicho un “te quiero” sin quererlo. Fugaz, irracional, pero muy pura. Así es la mirada. El primer acto de fe, de amor, de verdad…el primer beso. Inexistente si uno la fuerza, incalculablemente peligrosa si uno la intenta controlar.

¿Se pierden las miradas? No, la mirada es receptiva, el otro siempre la siente. ¿O acaso no duele una flecha? Duele tanto como una mirada que no quiere ser entendida…por miedo, por orgullo…¡qué más da! Este es el lenguaje que más sinceras verdades dice, que nunca miente, pero el que el humano menos entiende. Perdonen, el que menos queremos entender. Miren, entenderán.

jueves, 18 de febrero de 2010

El origen de la escritura

Hace mucho tiempo que no escribo, pero todavía hace más que no sé por qué no escribo.

Aparentemente, el arte de escribir es un monólogo en forma de palabras que luego cada cual decidirá leer a su manera. Pero las apariencias engañan. Al contrario de lo que se cree, la escritura no es ningún monólogo, sino un diálogo entre la razón y el corazón del escritor, del cual, posteriormente el lector será un simple cómplice de la escena.

Cada palabra, cada metáfora que plasma el escritor en su papel, cada una de ellas, es todo aquello que el corazón piensa. Las palabras son ideas que el escritor guarda en su alma y las expresa mediante la razón buscando lo bello, lo sublime; es decir, el corazón de los lectores.

Este es el proceso artístico de la escritura. Un camino que empieza en lo más profundo del corazón, para que luego la razón lo transmita a otros corazones, habiendo entre medio un diálogo entre la pasión y la razón del escritor que, si se resuelve positivamente, suele encontrar un equilibrio entre ambas.

Dicen que para entendernos, para entender, hay que llegar al origen. Por eso he querido conocer el principio de la escritura. Deduzco entonces, que la causa de mi problema radicaba en el corazón, que había dejado huérfana a la razón en un diálogo que, por el contrario, se había convertido en un simple monólogo racional.

Quizás hoy ha vuelto mi corazón. Quizás por eso, hoy he vuelto a escribir.

miércoles, 15 de abril de 2009

Vive

Hacía frío, pero me apetecía tomarme mi último Cointreau en la terraza de mi casa. Sólo un batín cubría mi pálida y, ahora también, helada piel. Era mi última noche, la de los caprichos, así que me animé a fumar aquel habano que compré en Cuba el mismo día en que el tirano de Castro subió al poder. Un puro que me juré fumar en la noche más especial de mi vida, y posiblemente estaba ante ella.

Ya lo tenía todo. Yo, mi terraza, mi copa, mi puro y el sentimiento orgásmico de ir saboreando poco a poco el momento más decisivo de mi vida. No sentía el frío, ni tampoco el calor. Mi cuerpo ya no estaba helado. Era como un espíritu que sobrevolaba un mundo que ya, prácticamente, no me pertenecía.

Intenté dejar la mente en blanco para no recordar y el corazón helado para no emocionarme, pero fue imposible. Instantes y más instantes de mi vida recorrían mi cabeza mientras una lágrima sellaba cada momento como si fuera el último.

Cuando ya no me quedaron más recuerdos, cuando agoté hasta la última de mis lágrimas en un estado corporal neutro, decidí hacerlo. Me quité el batín, apagué el habano, di el último trago a mi copa y me subí a la barandilla de mi terraza…

…y cuándo iba a proclamar mi libertad a los cuatro vientos, algo me frenó en seco. Mi hijo me dijo si le podía enseñar los colores. De repente, mil recuerdos vinieron a mi cabeza, una lágrima inundó mis ojos, mi cuerpo recuperó la temperatura que no sentía…y seguí viviendo, porque todavía tenía alguna razón por la que vivir.

Esa fue la noche en la que aprendí a valorar la vida.

sábado, 11 de abril de 2009

Helando el fuego

Entonces te das cuenta que la razón es frío hielo y la pasión puro fuego. Que el pensamiento no te atrae, mientras el corazón te refugia y te enciende. Que el primero se deshace fácilmente si la pasión crece. Y que, por tanto, cuando ambos se encuentran siempre es la pasión la que nubla la mente. Sube el humo ardiendo del corazón a la cabeza y no permite que esta vea la realidad. Pero por suerte, ese humo indica que ese fuego se está acabando y que el hielo deshecho se pueda volver a formar para que, ahora sí, la razón vea con frialdad todo aquello que la pasión cegaba con sus llamas.

lunes, 6 de abril de 2009

¿Te acuerdas?

Llevaba medio año viviendo en Tokyo y el olor a sushi ya se había apoderado de mí. Cualquier calle, cualquier local o hasta cualquier prenda de mi cuerpo estaban imbuidos de ese olor que, en el fondo, ya no diferenciaba de nada, porque todo era sushi.

En otra tarde oscura y algo nostálgica decidí entrar en una tienda de souvenirs nipones. Pensé que quizás así me familiarizaría con una cultura tan extremadamente distinta a la mía. Y cual fue mi sorpresa, que al entrar al local percibí un olor distinto al de los últimos seis meses. Me detuve dos, cinco o quizás diez minutos en esa tienda, de la cual no recuerdo ni un solo objeto, para contemplar con mi olfato todo lo que su olor me transmitía. Fue así como recordé un domingo por la noche cualquiera en mi casa, con ese olor a madera mojada que me advertía que el fin de semana ya moría para dar paso a otro lunes cualquiera.

Salí de esa tienda con ganas de recordar más, y así fue. Me subí al autobús que me tenía que llevar a mi trabajo. Durante el trayecto sentí estar de nuevo en las aulas de la universidad, ya que un olor indescriptible se apoderó de mi nariz y me permitió sentir por unos minutos que volvía a ser un estudiante más.

Bajé una parada más tarde de lo normal…¡Estaba tan a gusto en esa aula de mi universidad! Luego, fui andando hasta mi lugar de trabajo, pero no sin antes entrar a un bar para comer algo. Un bar con un olor a jazmín que me hizo sentir como en casa de Pedro, mi mejor amigo y con el que me había pasado horas y horas discutiendo, fumando, riendo y escuchando música que sólo él y yo entendíamos.

Miré el reloj y se me hizo la hora, así que me despedí de Pedro. Llegaba tarde a la oficina, aunque el tiempo se detuvo en el ascensor. Empecé a imaginar un balón, los compañeros de mi equipo de fútbol y tantos sábados de gloria a mis espaldas. Aquel elevador olía igual que el vestuario en el que tantos buenos momentos viví. Un olor único a humedad afrutada.

Cayó la noche sobre Tokyo. Decidí pasear por una ciudad todavía desconocida para mí. La contaminación sólo me permitía ver cuatro pequeñas estrellas y una luna que menguaba, un escenario muy triste para alguien que estaba solo entre millones de desconocidos. Por tanto, antes de llegar a casa, entré al videoclub a coger alguna película que me hiciera compañía. Pero no necesité ningún film, porque me topé con ella. No me lo podía creer. Gisela, la mujer de mi vida, estaba allí, en ese videoclub. Cerré los ojos, respiré hondo y le di un golpecito en la espalda para que se girase. Pero no, Gisela no estaba, sólo su perfume, olor del cual siempre creí que es lo más parecido al cielo que existe sobre la faz de la tierra.

Abrí los ojos y la chica del videoclub me preguntó si quería una bandeja de sushi para llevar. ¡O no! Bienvenido al mundo real pensé. De nuevo todo olía como en los últimos seis meses, pero ya nadie me quitaba que durante un día había realizado un viaje en el tiempo y en el espacio a mi verdadera vida, a mi dulce hogar, a mis incumplidos sueños…a todo aquello que me gusta oler. A todo aquello que me evoca recuerdos…recuerdos que sólo retengo a través de olores…olores que percibe mi olfato y calan hondo en mi memoria. ¡Qué bello es recordar oliendo!

viernes, 3 de abril de 2009

El valor de una sonrisa

San Pedro abrió las puertas del cielo a tres hombres buenos. El primero de ellos era un empresario que había hecho fortuna con el acero. El segundo, un deportista brillante que había batido todos los récords. El tercero en discordia, un humilde zapatero de pueblo que había vivido en condiciones precarias durante toda su vida.

Juntos ya los tres, se pusieron a hablar sobre sus éxitos en vida. La voz cantante la llevaban el empresario y el deportista, mientras el zapatero aguardaba escuchando las lindezas que ambos contaban.

El multimillonario del acero detallaba uno por uno todos los esfuerzos que le supuso crear su empresa, mantenerla y convertirla en una de las más importantes del país. Orgulloso, repetía constantemente que una parte de sus beneficios se destinaban a obras sociales.

El deportista, conocido por ambos, explicaba cada uno de sus éxitos, sus logros, sus fracasos, sus remontadas y sus medallas. Dejaba boquiabierto al empresario y al zapatero con sus explicaciones sobre sus métodos de entrenamiento, sobre sus anécdotas con otros deportistas y sobre el mundo de élite en el que le tocó vivir. Además, no dudó en resaltar su labor como embajador de una ONG que ayudaba a paliar el hambre en África.

Se hizo el silencio después de que el empresario rico y el deportista hubieran agotado ya todas sus hazañas vitales, sin que el zapatero se iniciara a contar las suyas. Los otros dos le insistieron en que se animara a contar su vida, que no se avergonzara, que él era igual que ellos. Pero el zapatero no parecía estar mucho por la labor.

El humilde hombre se había pasado toda la vida trabajando entre zapatos, con un sueldo mísero y sufriendo todas las penurias habidas y por haber. Nunca había conocido el lujo y, además, su mayor reconocimiento no había traspasado las fronteras de su pueblo. Por todo ello, el zapatero creía que era perder el tiempo contar una vida tan vacía y pobre, así que se limitó a relatar su última experiencia vivida antes de morir:

“Iba paseando por el pueblo un domingo por la tarde, el único momento de la semana en el que podía disfrutar. De repente, oí como un niño lloraba enfurecidamente detrás de unos matorrales, por lo que no dudé en acercarme. Encontré, detrás de cuatro matojos, un rostro pálido y triste bañado en lágrimas. No le pregunté que le pasaba, sino que decidí acariciarle el pelo y hacerle un truco de magia. Me escondí un pétalo de rosa en una mano y le invité a que adivinara en cuál de las dos manos se encontraba. Escogió la derecha, la abrí y estaba vacía, como él. Entristeció al fallar, pero de seguida abrí la otra mano y saqué una rosa entera que situé rápidamente encima de su oreja. El chico esbozó una sonrisa y sus lágrimas se secaron de golpe. Luego, me dio las gracias.”

Al oír la historia, el empresario y el deportista también sonrieron durante unos instantes…instantes en los que pensaron en el nulo valor que tenía todo ese dinero o toda esa fama sin historias como estas. Luego, le dieron las gracias al zapatero.

viernes, 27 de marzo de 2009

No te escondas, eres libre

Promueve la república francesa que el hombre es libre, fraterno e igual. Bonito, si no fuera porque la última, la igualdad, es una imposibilidad desde que nacemos hasta que morimos. Por tanto, utopía.

Bien, centrémonos en la libertad, aquello que anhelamos, como la felicidad, durante toda la vida. Entendemos, entonces, que la libertad es aquello que no entendemos. Por tanto, ¿cómo definirla? Intentémoslo con un cuento. Pero antes, una cuestión clave : ¿es lo mismo escoger que elegir? No, claro.

Cada día una hormiga iba a buscar unos granitos de trigo cerca de su cobijo. Era lo que estaba más cerca, lo más seguro y lo que sus padres le obligaban a hacer. Así se pasó años y años en busca del maldito trigo con el que se alimentaba. Un trigo con el que no se sentía libre. ¿Por qué? Porque ella quería arroz por encima de todo. Porque era lo que más deseaba en este mundo, pero nunca lo tuvo. ¿Por qué¿ Porque no quiso ser libre. Sí lo era, pero no quiso. No quiso porque sus padres le daban la opción de escoger entre el trigo o morirse de hambre y ella, lógicamente, escogía trigo. Pero si hubiera usado su libertad, es decir, si hubiera elegido, se hubiera alimentado a base de arroz. Al final, la hormiga, que jamás comió arroz, murió con la sensación de que nunca fue del todo libre.

¿Cómo relacionamos libertad con escoger y elegir? Fácil. Somos libres de nacimiento, por tanto, podemos elegir desde que nacemos. Es decir, podemos luchar por aquello que creemos que es mejor, y no sólo por aquellas opciones que nos ofrecen. ¿Y por qué no elegimos? Porque somos tan débiles que ponemos en manos de la vida nuestro porvenir, nuestra libertad y, en definitiva, nuestra vida, por eso intentamos siempre escoger entre la mierda que nos dan, y no elegir el oro que queremos. ¿Que qué necesitamos para elegir en vez de escoger? Pues voluntad.

jueves, 26 de marzo de 2009

El somriure de la vida

Un nét li preguntà un dia al seu avi, mentre el sol ja s’amagava en ple estiu, per quina raó aquell arbre que tenien davant de casa era anomenat El somriure de la vida. L’avi, d’immediat, somrigué. El nen, estranyat, no entenia la reacció del seu avi, al qual li demanà que li expliqués l’origen d’aquell nom i d’aquell somriure. L’avi, encara somrient, li va dir que li explicaria la llegenda que corria al voltant d’aquell arbre, i només així entendria el perquè d’aquell somriure.

El nét, impacient per escoltar la història, es posà els punys sota la barbeta moments abans que l’avi comencés a desxifrar l’enigma:

Diuen els savis que fa uns tres segles va arribar a la comarca una gran sequera, degut a que no va ploure en un any. Els habitants van començar a veure perillar, primer, les seves collites i, després, les seves vides. La naturalesa que rodejava des de sempre al poble anava desapareixent poc a poc. Els animals, mancats d’aigua, morien un darrere l’altre, de manera que tot el que abans era una estora verda i frondosa s’havia convertit en un desert sense vida. Els habitants cada dia anaven perdent més l’esperança, ja que semblava impossible que un gran diluvi els salvés del desastre. I on primer es perceberen els efectes devastadors que aquesta sequera destructiva tenia en l’home era als rostres de cada un dels individus que estaven patint la tràgedia. Els somriures ja només eren un simple record. Les cares pàl.lides i tristes acompanyades de llàgrimes regnaven en un poble sense ànima ni quasi bé vida. Cada dia els hi costava més, a cada un d’ells, buscar una raó per seguir vivint. Però un dia va succeir un fet meravellós i imprevisible. Un fet que ens dóna sentit avui dia a tu i a mi. Diuen que quan els habitants del poble ja estaven més a prop de la mort que de la vida, un noi del poble, en aquell mateix lloc on està situat l’arbre, va veure un núvol que s’apropava a la comarca. Un núvol molt negre, tant, que semblava que podia portar pluja. Aquell núvol, que mai va exisitir, va provocar en el noi un somriure, un somriure que li causà una llàgrima, una llàgrima que va caure a terra. I un mes després d’allò, i en aquell mateix lloc, va començar a germinar un arbre. Un arbre que omplí de llàgrimes als habitants del poble, unes llàgrimes de felicitat, precedides de somriures, que allà on caieren germinaren un nou arbre. I així, diuen que, somriure a somriure i llàgrima a llàgrima, aquell desert mortífer va tornar a ser per sempre més i fins al dia d’avui una estora verda plena de vida.

El nen es quedà un minut pensatiu i s’apropà a acariciar l’arbre. Instants després li preguntà a l’avi: “No entenc una cosa. Per què el nen somriu i plora de felicitat si el núvol no existia?

L’avi, que es fera la mateixa pregunta quan el seu avi li explicà la història li contestà: “Perquè aquell núvol era l’esperança...l’esperança que ja només tenia aquell noi en tota la comarca. Una esperança que es reflectia en el seu somriure, un somriure que es plasmava en cada llàgrima, cada llàgrima de felicitat”.

El nen, conclugué: “Per tant, afrontar els problemes amb esperança és l’únic que ens pot fer somriure en moments difícils, i així acabar plorant llàgrimes, no de tristesa, sino de felicitat.

Després, l’avi i el nét s’abraçaren amb un somriure i una llàgrima en el rostre.

lunes, 16 de marzo de 2009

No te preguntes qué puede hacer la vida por ti; pregúntate qué puedes hacer tú por ella

Desde Aristóteles, con su Ética para Nicómaco, hasta Will Smith, con En busca de la felicidad, el hombre lleva toda una vida intentando resolver el que yo considero el mayor misterio de la humanidad: ¿qué es la felicidad?

Instintivamente, cuando oímos la palabra felicidad solemos imaginarnos tumbados en una hamaca en el Caribe rodeados de la mejor compañía posible (que cada uno le ponga nombre a esa supuesta compañía). Este paraíso es la felicidad durante el medio minuto que nos permitimos soñar, pero luego la realidad es muy distinta. Y con ello no quiero decir que la felicidad no sea también dinero, o lujo u ocio, no. Todo ello son complementos de la felicidad, es decir, ítems que nos pueden ayudar a proyectarla (y, en ocasiones, pueden provocar un efecto contrario, según el uso que se haga de ello).

Lo que realmente es la felicidad es un estado interno agradable, tranquilo, de autorrealización. ¡Qué fácil es escribirlo, pensarán, pero qué complicado es alcanzar ese estado en muchas ocasiones, o en cantidad de años! De acuerdo, decir que la felicidad es estar simplemente bien es fácil de escribir y difícil de conseguir. Pero esa dificultad radica en un punto clave. Ese punto se llama existencia. Y por ella pasa nuestra felicidad.

Sin duda, todo hombre cuerdo reconoce que existe, pero no todo hombre acepta su existencia. Porque aceptar nuestra existencia es mirarnos y, luego, mirar a nuestro alrededor y vivir con aquello que esta vida nos ha dado. Quizás no me explique bien, y les sea más fácil entender este concepto de existencia si leen el libro El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl, sin duda una obra maestra de la sicología. ¿Qué nos dice este libro? Pues que el primer paso para vivir es aceptar la vida que nos ha tocado vivir, léase, nuestra existencia.

Es posible que todavía no relacionen felicidad con existencia, pero el vínculo es muy estrecho. Y sino piensen porque un niño de un país subdesarrollado puede ser más feliz que un chico occidental rodeado de los mayores lujos. Seguramente, porque el primero acepte que ha de intentar disfrutar al máximo con lo que le rodea (afirma su existencia), mientras el segundo sigue pensando que todo lo que tiene es poco (niega su existencia).

Con este texto no busco resolver el mayor enigma de la humanidad, aquel que nos pasamos toda una vida intentando solucionar. Sólo quiero transmitir aquello que considero esencial, que es aceptarnos y aceptar lo que nos sucede. Por tanto, cuando tengan un problema, acéptenlo, no hay más, e intenten vivir con él hasta que se solucione. Pues como digo en el título del texto, no hay que esperar que la vida nos haga felices, sino que debemos hacer feliz nuestra vida; no la que deseamos, sino la que nos ha tocado vivir.

martes, 10 de marzo de 2009

Diálogos internos

R: ¿Por qué siempre me puteas?
P: ¿Cómo?
R: Sí, lo que oyes, que eres peor que el diablo.
P: Perdóname ángel celestial…
R: Es que siempre impides que todos conozcan mi versión.
P: Será que yo soy más atrayente que tú.
R: Sí, me jode reconocerlo, pero así es.
P: Entonces, ¿de qué te quejas?
R: Pues me quejo de que todos aquellos pocos que te abandonan y acaban apostando por mí, siempre, y siempre, terminan rechazándote y se alegran de haber venido a mí. Pero son pocos.
P: ¡Ja, ja!
R: ¿De qué te ríes sinvergüenza?
P: De que es gracioso, porque los muchos que se quedan conmigo siempre acaban rechazándome y se lamentan a cielo abierto no haber llegado hasta ti.
R: ¿Y por qué los retienes contigo?
P: Porque mientras están en mis manos parecen felices…
R: …¡no!, están cegados…
P: …y parece que no te necesitan…
R: ¿pero cuándo llega el final, qué sucede?
P: He aquí la cuestión. Me odian, me desprecian y desean haberte conocido antes.
R: ¿Qué concluyes, entonces?
P: Pues que soy un delicioso caramelo que atrapo en segundos, hago disfrutar por instantes y puedo matar para toda una vida.
R: ¿Y yo qué soy?
P: Aquel que siempre toma la decisión correcta. Aquel que se esconde tras de mí, o quizás aquel al que yo no dejo ver.
R: …así es…
P:…pero, por qué no reconocerlo, eres a la larga el que beneficia a todos.
R: ¿Te has dado cuenta de una cosa?
P: No, dime…
R: ¡Que te he hecho razonar!
P: Quizás todo consista en esto…en hacer razonar a la pasión.

(Lo que discutirían la razón y la pasión en cualquier instante, en cualquiera de nosotros...)

viernes, 6 de marzo de 2009

Caminem, doncs

Camina l’home per un fil prim, molt prim, que sovint té baix seu una xarxa en la que amortiguar els cops, tot i que en altres ocasions no hi és. És un fil que molts cops s’eixample, que es tensa, tot i que altres cops s’estrany i es debilita. Efectes que depenen de com un col·loca el peu en cada pas, de la confiança amb el que ho fa i de la sort, l’atzar o la divina fortuna que en aquell moment ens acompanya. És en tots aquests aspectes amb els que juga l’home mentre fa camí per un fil inestable que només ell pot convertir en estable. Perquè l’home no pot caure en el victimisme de pensar que tot falla per la seva mala sort, o per un vent que bufa en contra, no. L’home ha de saber controlar totes les causes que li siguin possibles fins el punt que pugui. Fins i tot l’atzar és controlable. No ell en sí, però sí en el sentit que podem jugar amb ell. Com també podem fer-ho amb aquests factors externs que, d'alguna manera, ve representat pel vent. Només nosaltres decidim quan debem donar un pas, quan debem aturar-nos o, per contra, quan és més propici realitzar un pas enrere.

Encara que no volguem, les persones avancem, sí o sí, en el fil. Tot i que ens aturem, sempre hi ha una força que ens empènyer a seguir endavant. Ara bé, la qüestió és com debem seguir endavant, com aprofitem cada pas, com hem aprofitat cada metre que hem deixat enrere. És per això que mai hem d’intentar estar massa aturats, perquè serà la pròpia força de la vida la que ens farà avançar, tot i que no ho haguem disfrutat aquells metres que deixem ja enrere.

¿I cal mirar abaix? ¿Per què no? L’home té el gran problema d’amagar-se dels problemas, de fer-los desaparèixer. Però l’escapisme no existeix en aquests casos. El problema és i serà allà abaix i només nosaltres decidim com superar-lo. Molts cops tindrem una xarxa, una ajuda que ens salvi; però en moltes altres ocasions, i sobretot com més avancem, més sols haurem d’afrontar algunes possibles caigudes. Veritablement, no cal mirar literalment el problema, ja que així només aconseguim que aquest s’apoderi de nosaltres. El que és necessari és reconeixe’l, captar-lo, convertir-lo en una cosa pròpia i decidir-se a solucionar-lo. I normalment aquesta solució sol ser un pas endavant. Només així podrem deixar-lo enrere.

I cada una d’aquestes accions ens van fent més forts. Tant, que arriba un moment que caminem sense adonarno’s, posant el peu sempre en la direcció encertada; de manera que aquesta maduresa ens permet centrar-nos en altres qüestions, com pot ser la d'evitar possibles caigudes.

Potser a molts els hi semblarà impossible poder caminar per un fil tan inestable en el que en qualsevol moment podem caure. Però, per no caure d'aquest fil, que és la vida, només cal saber les respostes exactes en cada moment, és a dir, en cada pas. I sempre les respostes les trobarem en passos anteriors o vivències passades. Perquè, com ens diu Slumdog Millionaire, el camí que hem de seguir a la vida està escrit. Caminem, doncs.

lunes, 16 de febrero de 2009

Lo único que nos da vida

Se despertó gracias a la luz del Sol que cegaba sus ojos, y sin pensárselo dos veces se dio media vuelta para darle los buenos días con un fuerte beso, pero no estaba. Se quedó unos segundos vacilante, pero se repuso y se vistió con sus mejores galas. Fue a desayunar al bar donde lo hacía siempre y donde ella nunca fallaba a la cita, pero su silla estaba vacía. Pidió para él y, lógicamente, para ella; pero su café con leche y la magdalena que ella siempre comía se quedaron ahí, intactos.

Se fue a trabajar con una gran duda, pero intentó ponerse esa careta con la que lleva una sonrisa de par en par. Al finalizar la jornada laboral rezó para que ella estuviera esperándole en la puerta del trabajo como solía hacer en las grandes citas. Pero no, ni rastro de su belleza.

Cabizbajo empezó a andar por la gran avenida mientras el Sol se apagaba y las primeras gotas de lluvia iban cayendo sobre su cabeza. Cabeza que solo hacía que pensar en ella, en dónde estaría, en cómo la encontraría. Poco a poco, las gotas de lluvia que se deslizaban por su rostro se convirtieron en lágrimas de penuria, de dolor, de impotencia…

…Paso tras paso fue llegando a casa, a la fatídica meta donde empezó a perder esa luz que le despertó bien pronto por la mañana y que ahora, en la tenue oscuridad al final del día, le adormecía la vida. Y cuando pensaba todo eso, cuando estuvo a punto de darlo todo por perdido, giró la cabeza y le dio las buenas noches con un fuerte beso.

Estaba allí, se llamaba Esperanza.

jueves, 12 de febrero de 2009

Luz interior

Cogió sus oscuras gafas, su largo bastón y a Lázaro, su perro.
Salió de casa temprano, como siempre, para dirigirse a su “pequeño quiosco”, como el solía llamar a su puesto de trabajo. Con paso lento, pero sin pausa, fue saludando a los distintos vecinos con los que se cruzó durante los quince minutos de trayecto que siempre tenía de su casa al trabajo.

Al abrir su “pequeño quisco” se le cayeron unos papeles que llevaba, pero un niño se los recogió de inmediato. Él le dio las gracias y le acarició el pelo. Una vez montó su puesto de trabajo, salió el Sol, aunque él no se dio cuenta, en parte porque estaba disfrutando de la rugosidad de un erizo de mar que un amigo le regaló y con el que siempre se deleitaba. Normal, él tenía un tacto exquisito, con el que era capaz de identificar hasta la moneda falsa mejor imitada. No se le pasaba ni una.

A media tarde empezó a llover muchísimo, pero hasta que no salió de su “pequeño quiosco” no se dio cuenta. Pensó que quizá cogería un taxi para volver a casa, aunque luego decidió que regresaría andando bajo la lluvia, no le importaba. Ya cerrando su parada, un niño le advirtió de que tenía las gafas muy sucias. Él, risueño, le agradeció al pequeño que le avisara de aquello y le aseguró que luego se lo limpiaría.

Paró de llover cuando cerró su “pequeño quiosco” para retornar a casa. Lástima, pensó, ya que tenía ganas de que el agua le mojara para purificarse, aunque se consoló con algún que otro charco que pisaba, con el suelo húmedo por el que andaba y con el leve desliz que éste provocaba en el bastón que bien fuerte agarraba.

Al pasar por el parque de al lado de su casa, un grupo de adolescentes le preguntó entre risas qué hora era. Él, girándose y con total amabilidad les dijo que eran las ocho y media. Al instante, las carcajadas de los chicos se frenaron en seco y una leve voz espetó un “gracias”.

Jaime era ciego.

martes, 10 de febrero de 2009

Juntos los dos

Mientras que con tu dulce voz me prometías el cielo, con tu suave mano solo me dabas una nube. Mientras tus ojos me dejaban ver un gran océano, de tu lagrimal solo salía una pequeña gota. Mientras tu corazón ardía como el infierno, tú sólo eras el reflejo de una pequeña llama. Y mientras sucedía todo aquello, pensé que me decepcionabas, porque me jurabas aire, agua y fuego en todo su esplendor; aunque solo me ofrecías un pequeño resquemor. Y cuando iba a abandonar todo aquello, entre frío, aire y calor, entendí que me prometías algo que debíamos conseguir juntos los dos.

domingo, 8 de febrero de 2009

El feudo de las miradas

Cogía cada mañana el autobús 32, que me llevaba de casa al trabajo, y del trabajo a casa. Mi vida se resumía, hasta ese día, en esas tres cosas: mi hogar, la oficina y el transporte público.
Salí de casa como siempre y me esperaba un duro día en el trabajo, pero ese autobús 32 cambió mi porvenir. Una mirada fugaz nubló mi mente y alentó mi corazón. Sabía que era ella la mujer de mi vida, y yo estaba seguro que ella sentía lo mismo. No la conocía de nada, no sabía su nombre ni era capaz de imaginar su edad, pero esos ojos me decían todo lo demás. Me decían tanto que mientras nos mirábamos escribí lo siguiente en un papel:

“Las palabras son una bonita melodía al viento, el tacto una suave pero fría lana, y la mirada una profunda flecha de verdad. No hay ningún otro acto ni tipo de declaración que pueda superar el poder y la atracción de la mirada. En ella, los ojos lanzan un dardo envenenado hacia el otro, que ni las palabras pueden igualar. Ya lo decía Shakespeare: “las palabras están llenas de falsedad o de arte; la mirada es el lenguaje del corazón”. El lenguaje limpio, sin trampas, el que nunca está manipulado…La mirada es capaz de descifrar cualquier código de amor o de verdad.Nuestra mirada es incontrolable, va desde el corazón a los ojos a la misma velocidad en la que uno ya se ha dado cuenta que ha dicho un “te quiero” sin quererlo. Fugaz, irracional, pero muy pura. Así es la mirada. El primer acto de fe, de amor, de verdad…el primer beso. Inexistente si uno la fuerza, incalculablemente peligrosa si uno la intenta controlar.¿Se pierden las miradas? No, la mirada es receptiva, el otro siempre la siente. ¿O acaso no duele una flecha? Duele tanto como una mirada que no quiere ser entendida…por miedo, por orgullo…¡que más da! Este es el lenguaje que más sinceras verdades dice, que nunca miente, pero el que el humano menos entiende. Perdonen, el que menos queremos entender. Miren, entenderán.”

Han pasado cinco años de aquello y María y yo vivimos juntos y felices. Mi casa sigue siendo la misma, mi trabajo también; pero el autobús 32 es ahora aquel sitio que me hizo feliz. Es aquel lugar en el que solo existe un lenguaje, el de la mirada. Millones de ellas se cruzan cada día queriendo significar centenares de cosas. En mi caso, por suerte, esa mirada significó el amor eterno.

viernes, 6 de febrero de 2009

Hoy sólo tocaré para ti

Como cada domingo por la tarde me fui al parque que se encontraba dos manzanas por encima de mi casa. Allí me reunía una vez a la semana, y sin que él lo supiera, con el que yo consideraba el mejor violinista que jamás hubieran conocido mis oídos. Se trataba de un hombre mayor, de aspecto triste y con muy poca vitalidad; aunque todos estos aspectos los suplantaba con aquella música angelical que cada domingo inundaba mis oídos durante una hora mientras el sol se ponía.

Llegué al parque y me dirigí hacia la zona donde siempre se situaba el violinista. Pero ese día noté algo extraño, inusual. Mis oídos no percibían la dulce melodía con la que siempre me recibía mi amigo mientras me acercaba a él, hecho que me hizo pensar que por primera vez en cinco años el violinista había fallado a su cita dominical conmigo. Mis temores se confirmaron cuando no vi a mi amigo cerca del árbol en el que siempre se situaba. No desesperé. Decidí buscarlo por todo el parque sin cesar, pero no hubo suerte. El violinista no estaba. ¿Qué podía pasar? Quizás, simplemente, había enfermado, así que decidí no pensar en lo peor e irme a casa con la esperanza de que una semana después pudiera volver a disfrutar de su arte. Pero antes de marchar, quise pasar un momento por aquel árbol en el que siempre nos citábamos los dos. Aunque él y su música no estuvieran, su recuerdo me relajaría por momentos. Y entonces fue cuando descubrí algo extraño. Al retornar a ese lugar, al acercarme al sitio donde siempre se situaba el violinista, encontré un pañuelo bañado en sangre en el que se podía leer “Hoy sólo tocaré para ti”.

El miedo se apoderó de mí. Empecé a temblar, y lo que tenía que ser otro domingo angelical se estaba convirtiendo en mi mayor experiencia infernal. No sé si estuve tres, cinco o diez minutos mirando ese pañuelo sin saber qué hacer. Finalmente, decidí enterrarlo y me dirigí a casa mientras la lluvia empezó a caer sin piedad. Creo que nunca había corrido tanto y sin tener una causa exacta.

Lo único que recuerdo del trayecto del parque a mi casa es que mi mente se convirtió en un escenario dantesco en el que una fatal melodía acompañaba esas palabras aterradoras que yo había leído pocos minutos antes. Y, de repente, ya me encontré abriendo la puerta de mi edificio. Pero no me sentía a salvo. Una sensación de miedo, terror e incertidumbre me recorría el cuerpo, por lo que, supongo, empecé a llorar mientras subía por el ascensor. ¿Ascensor? Nunca había cogido el ascensor, ya que vivo en un entresuelo y siempre subía por las escaleras, pero estaba tan perdido que no sabía ni lo que hacía.

Entré en casa y me estiré en el sofá con la luz apagada. Me quedé mirando al techo mientras me secaba unas lágrimas que se juntaban con el agua que aún tenía de la lluvia. De golpe, dejé de pensar unos segundos, instante en el que oí esa música del parque, esa melodía que me hechizaba cada domingo por la tarde. Pero desperté de nuevo, volví a pensar y me aterré. ¿Por qué sonaba esa melodía en mi casa? Solo había una respuesta. El violinista del parque se encontraba en una de mis habitaciones y estaba tocando para mí. Todo encajaba a la perfección con el pañuelo que había encontrado minutos antes, así que empecé a atar cabos. El violinista se trataba de un posible sicópata que había entrado en mi casa ya que estaba obsesionado conmigo.

Ahora tenía dos opciones. O escapar o plantarle cara a ese hombre que seguía tocando sin cesar y cada vez más intensamente una de mis canciones preferidas. Y no sé porqué, decidí irracionalmente ir a la cocina, coger un cuchillo y dirigirme hacia la habitación donde estaba el violinista. Sin contemplación alguna, abrí la puerta y allí lo vi tocando con esa mirada enfurecida que siempre tenía. Le miré a los ojos y le lancé el cuchillo al cuello. Empezó a sangrar, pero el hombre seguía tocando. De repente, el violín empezó a emitir unas notas que me eran conocidas. Entonces me di cuenta que había cometido el error más grave de mi vida, y más todavía cuando el hombre, con un inmenso esfuerzo abrió la boca para felicitarme mi treinta aniversario mientras el “cumpleaños feliz” sonaba cada vez más lentamente. En ese instante, por una equivocación precipitada, maté para siempre mis domingos.

En el día de mi cumpleaños enterré la sorpresa que más ilusión me ha hecho, me hace y me hará jamás, por mucho que lo tenga que seguir contando entre rejas.